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La lógica del enfentamiento;
el error de reproducir aquello que tanto odiamos
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Tenemos el virilismo de esta cultura política autónoma: ser fuerte, callar sus dificultades y sus dudas. La idea de que hay que ganar una gran batalla de una vez por todas. Algo militar, impulsos guerreros, masivos y fanáticos –el resto ya lo veremos después del final combat. Lo que yo quiero es cultivar una vida en la cual las luchas jamás estarán ausentes y no una guerra que pospone la vida para después.
«Récits analyses et critiques» en Timult nº. 2
marzo de 20101
La violencia –da igual quien la utilice– tiene consecuencias sobre la «salud» afectiva, no sólo para aquellas que la reciben, sino también para aquellas que la generan, cualesquiera que sean sus objetivos o su ideología.
Et après avoir tout brûlé?2
Después de escribir el texto sobre el actuar violento, de darle mil vueltas, nos hemos dado cuenta de que aún faltaban muchas cosas por decir. Todo lo expuesto antes es fácilmente teorizable, pero es a la hora de utilizar la violencia cuando vemos que esta tiene consecuencias inesperadas e indeseables. Y es que aunque este tema necesite de las neuronas, no se puede plantear sin las emociones, está muy ligado a ellas.
Por un lado, el pacifismo que nos encontramos muchas veces es más producto del miedo que fruto de un pensamiento desarrollado. Frente a ciertas situaciones, el colapso personal salta a lo colectivo. En ese salto se pueden buscar las maneras de resolver las dudas, de acompañar el miedo para superarlo entre varias, de cuidar de no dejar nunca atrás a la persona que tenemos al lado con sus dudas y su bloqueo. Ese bloqueo es también la respuesta cómoda de quienes necesitamos saber en algunos momentos dónde empieza y dónde acaba la protesta organizada. El incógnito, la incertidumbre y, sobretodo, las consecuencias nos dan miedo a todas, pero el camino que hemos escogido nos hace darnos cuenta de que la realidad está llena de imprevistos y que son muy pocas las cosas que salen como las teníamos pensadas. El saber improvisar para poder dar una respuesta rápida ha de ser nuestra inteligencia. Conocernos, vernos las caras en la calle y poder crear un clima de seguridad entre nosotras nos puede hacer la tarea más fácil y, a la vez, sentirnos más fuertes. No dejarnos atrapar por la comodidad del riesgo mínimo o del inmovilismo frente a la desestabilización, a la ruptura o al cambio de ritmo repentino. Pues sin rupturas, sin aceleraciones, nuestros movimientos se aburren y mueren. Es más, si nos encerramos en una única manera de luchar nos volvemos previsibles para nuestras enemigas.
Es aquí también cuando se tiene que cuidar la soberbia de la violencia que tanto puede trastornar nuestras relaciones, masculinizar nuestro actuar y aislarnos cada vez más. «[...]Hay una tendencia a las tensiones en las relaciones interpersonales, paranoia, sentimientos de inclusión y exclusión, bajones morales, sensaciones de aislamiento o privilegio, jerarquías inseguridad personal. Puede ser destructivo y paralizante»3. Para prevenir esto necesitamos dejar sitio a la duda, a la reflexión. Dejar un espacio para confrontarnos con nuestras aprehensiones y nuestros miedos. Ser honestas con nosotras mismas y con las demás. Recordar que siempre se corre al ritmo de la más lenta, que no hay prisa si vamos todas juntas, que no somos ninguna vanguardia ni somos ni queremos ser profesionales especializadas en la violencia. Porque si no somos capaces de hacer ese ejercicio, de esa sinceridad, de vaciar la violencia de estos roles que nosotras mismas reproducimos, corremos el peligro de encerrarnos en valores guerreros, en una mística del enfrentamiento clásico, propia de ejércitos de la Edad Media. No queremos hacer de la violencia un medio que reproduzca todo aquello contra lo cual estamos luchando.
Y es que creer que entre nosotras no nos hacemos daño, que no reproducimos el mismo maltrato que pretendemos combatir, lo único que hace es negar la posibilidad de superarlo. Como producto de esta sociedad que somos, también tenemos nuestros subgrupos marginados, aquéllos que, sin necesidad de una violencia explícita contra ellos, se les mantiene al margen. Por las diferencias de edad, donde jóvenes y mayores son dejadas de lado, o por no saber o por no poder. Evidentemente, no todas las formas de marginación y clasificación son comunes en todos nuestros espacios. Según la familia en la que nos encontremos, el nosotras y el ellas es cambiante. Las guays, las refors, las jipis, las insus, las vecinistas, las malas... pueden ser nombres graciosos con los que nos reímos con nuestras amigas en la intimidad de nuestras casas, pero la realidad es más dura. Igual que sucede cuando lo hace el Poder, estas clasificaciones nos dividen por el encasillamiento estático de la misma definición. Esto no significa que aboguemos por una falsa unidad donde todo cabe, pero sí que deberíamos preguntarnos frecuentemente de dónde vienen nuestros juicios hacia otra gente... no sea que nos estemos volviendo altivas.
En un entorno político donde la violencia, desgraciadamente, es uno de sus temas centrales, los valores en torno a ella marcan diferencia. Porque nosotras también tenemos marcas de estatus y éste es uno de los más característicos. Ya que si hay gente que cree que la violencia es el único camino para la lucha, será en torno a ésta que se establecerá la línea divisoria: quien la utilice sin cuestionarla es de las nuestras, quien no es una reformista y hay que mirarla por encima del hombro. ¿Cuántas compañeras han participado en una acción que no veían clara para no ser juzgadas? ¿Cuánto desprecio se respira en una asamblea según el quién es quién de la violencia? Decidir utilizar la violencia cuando creemos que es necesario es importante pero es más necesario aún evitar que nadie se pueda sentir mal por los aires megalómanos de unas cuantas compañeras.
Por otro lado, nuestras manifestaciones tienen un toque viril del cual es difícil deshacernos y además, aún no hemos superado ciertas barreras del género. Tomando ejemplos locales de Barcelona, simplemente echando un rápido vistazo cuando hay disturbios o enfrentamientos con la policía no tardaríamos en darnos cuenta del género predominante de las personas presentes. Podemos recordar las líneas de estudiantes armadas con palos y cascos intentando bajar La Rambla aquella noche del 18 de marzo4. Para que nos entendamos, aquí no se trata de juzgar unos hechos en sí sino de plantear una serie de preguntas y generar un debate que nos haga reflexionar. El problema no reside en la falta de mujeres dentro de nuestros espacios, y menos en la actualidad, que cuantitativamente el número de mujeres es muy alto, el problema está en el rol que asumimos cada una y el por qué lo hacemos. La actitud habitual es refugiarse en verlo como una decisión individual, negando la transcendencia del género y del patriarcado en nuestra cotidianidad. Lo peor es que todo esto sea percibido como algo normal en lugar de ver que el problema reside en la masculinización de nuestra propia violencia. Quizás no nos hemos dado ni el tiempo ni las ganas de crear un ambiente que supere esta situación.
Esto no quiere decir que haya que abandonar la acción violenta, sino que hace falta someterla también a la crítica de género. Preguntarnos qué es lo que construimos a través de la violencia también nos incumbe a todas. Está en nuestras manos la posibilidad de crear acciones y momentos donde no se respire sólo testosterona. Pero eso primero pasa por reconocer ese carácter que le hemos dado a la violencia, donde no existen las dudas y donde no hay miedos. Romper con la idea de que la debilidad es antagónica a la violencia y al hombre, pues la debilidad y la pacificación han sido socialmente asociadas a la mujer. Nuestras actuaciones pacíficas o violentas deberían ser el resultado de una opción política superando esa masculinización.
Esa correlación se expresaba en una pegatina que se difundió en Barcelona después de la cumbre de Salónica en el 2003 con el lema «¡Héroe en la calle! ¿facha en la cama?». Ésta salía del profundo malestar de compañeras volviendo de la contra-cumbre con un regusto amargo a testosterona, machismo puro... ¿La violencia política es subversiva? Sí, pero no siempre. Nos queda abrir un camino para huir de los estereotipos y crear momentos realmente revolucionarios. El reto es alto pero es a través del debate colectivo, del grupo de afinidad, de los grupos de mujeres, de los grupos de hombres, que lo podremos superar, eso sí, siempre que exista una cierta sinceridad a la hora de reconocer los hechos tal como son.
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Notes
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