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Cuando criticar sirve de algo

Quien no arriesga no gana

Hay sumas que restan

Quemaremos todos los micrófonos

Autogestión de la miseria o miserias de la autogestión

QUEMAREMOS TODOS LOS MICRÓFONOS

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No deberiamos olvidar que la asamblea es únicamente una manera de organizarnos entre gente que tiene algún interés en común y quiere decidir qué hacer conjuntamente. Si nos olvidamos de esto —y demasiadas veces lo hacemos— podemos llegar a querer atornillar con una barra de pan.


Desde el avecinamiento del 15M, y por supuesto antes, se han ido repitiendo una serie de dinámicas pautadas, calcadas, que se materializan en las «asambleas generales». Éstas quieren dar respuesta a la protesta de una masa heterogenia de gente a la vez que se busca la manera de consensuar una unidad de acción entre desconocidas. Sin analizar ahora qué es exactamente una asamblea y qué no es, ni en qué momentos se escoge hacer una o no, nos resulta importante señalar que no siempre se deben hacer asambleas para resolver el desorden o las contradicciones que aparecen de la amalgama de gente diversa.


En estos momentos las asambleas podrían servir para acordar o coordinar propuestas, otras actúan de catarsis colectiva y, a veces, sirven para reafirmar lo que comúnmente ya ha sido aceptado desde espacios más pequeños. También hay momentos que necesitan una fuerza y una tensión que responde a la inmediatez, al calor del momento y que sólo encuentra las afinidades y los consensos que existen sin la necesidad de una asamblea que legitime lo que sucede.


No pretendemos confrontar la espontaneidad a la asamblea, ni cantar sus alabanzas escondiendo sus miserias, sino afirmar que de la misma manera que la mayoría de veces se acusa a la espontaneidad de autoritarismo y de imponer sus decisiones y consecuencias a personas que no han escogido su camino, decidir hacer una asamblea ya es decidir qué hacer, y su resolución es antagónica a otras posibilidades que la asamblea niega en el momento que se ejecuta. Si pensamos que el contenido no puede prevalecer por encima de las formas podemos caer en la estupidez de priorizar la forma por encima del contenido. En demasiadas ocasiones —y como cualquier ideología— se ha aceptado la asamblea de forma acrítica y nos hemos dejado llevar por un automatismo —que a menudo responde a un «no saber hacer»— tal como el de acabar las manifestaciones con un «culo en el suelo» para hacer una asamblea, matando la energía de la manifestación y del hecho de estar juntas reconduciéndolo al terreno del debate y del aburrimiento.


Hemos querido analizar tres casos recientes donde esto queda reflejado, en algún caso para criticar el asamblearismo dogmático y en otros para observar las carencias a las que una apuesta por el espontaneísmo acrítico nos puede llevar.

Cuando decidir cómo hacer es decidir qué hacer.
Manifestación de estudiantes de 29 de febrero del 2012

Éramos muchas delante de la puerta de la Universidad de Barcelona el pasado 29 de febrero tras las cargas policiales. Congregadas allí, sudadas y rabiando por los golpes y las carreras, sabíamos que a un par de kilómetros de donde estábamos había la oportunidad de pinchar allí donde le podía hacer daño al Poder: El Congreso Internacional del Móvil, ubicado en la plaza España. De forma bastante espontánea algunos grupos comenzamos a gritar incitando a la multitud de gente reunida para que no diera por finalizada la manifestación y siguiéramos juntas —el mayor número de personas posible— hacia plaza España. En la puerta de la universidad y subidas a un camión con un equipo de altavoces las convocantes de la manifestación —algunas portavoces de la PUDUP1— desconvocaban la manifestación.


Hasta aquí se entiende, si las convocantes tenían un recorrido marcado y finalizaba allí era normal que eso sucediera. El problema se dio en el momento que las líderes estudiantiles subidas encima del camión —queriéndose imponer por encima de lo que estaban gritando algunas manifestantes— quisieron actuar de apagafuegos ante la voluntad de algunas de ir a plaza España y reconducir esta decisión hacia la celebración de una asamblea para decidir qué hacer, utilizando los micrófonos para hacer oír su voz y aplastar la de numerosos grupos que, de forma diseminada, gritábamos: «Anem, anem, anem a Plaça España!»2.


De esta manera se decidía unilateralmente hacer una asamblea en vez de que cada una hiciera lo que pensara o sintiera más conveniente, matando en la búsqueda del consenso la rabia que muchas sentíamos, alimentando la ficción de que hay que explicitar y acordar qué hacer en un espacio formal para poder hacer algo. En aquel momento —y debido a que algunas de las personas subidas al camión ya habían protagonizado acciones de manipulación de este tipo (vamos, que ya nos conocemos)— hubo una serie de abucheos que terminaron con empujones e insultos contra las líderes estudiantiles.


Sin embargo, una parte de la manifestación —después de 50 minutos de incertidumbre— se dirigió hacia plaza España donde, al menos, se consiguió trascender la lucha meramente estudiantil hacia una perspectiva más estructural haciendo cerrar durante unos minutos el congreso de telefonía móvil y el centro comercial las Arenas.


Ese día muchas actuamos de forma impulsiva al ver que de nuevo las líderes estudiantiles nos «invitaban» a poner el culo en el suelo y hoy —ya más en frío— necesitamos hacer una autocrítica. Podríamos haber cogido el micrófono para decir que algunas queríamos ir a plaza España y que esto no se contradecía con la apuesta de otras de realizar una asamblea, lo criticable de ambas posturas es que nos empeñamos en el hecho de que todo el mundo allí presente debía decantarse por una de las dos opciones, en lugar de dividirnos en función de lo que cada persona quería hacer. En vez de eso muchas personas se quedaron como meras espectadoras de un espectáculo que, a buen seguro, no acabaron de entender y que tampoco nosotros no supimos explicar al resto. A veces —y quizá es normal— los micrófonos nos queman en las manos.

La pugna por la plaza: unidad de acción en la pluralidad de tácticas

El 27 de mayo del 2011 cuando comenzó a correr la noticia que estaban desalojando la acampada de plaza Catalunya fiumos miles las personas que nos acercamos para evitarlo. Desde primera hora, y durante toda la mañana, la gente que llegaba se iba distribuyendo por el perímetro de la plaza. La visión general era clara: un grupo de entre 100 y 200 compañeras se encontraban en medio de la plaza, trabajadoras de BarcelonaNeta tiraban toda la infraestructura acumulada y las pertenencias de la gente que allí dormía a los camiones de la basura, y cientos de policías vigilaban la situación para asegurar la “limpieza” de la plaza. Rápidamente la inteligencia colectiva empezó a funcionar, si los camiones no pueden circular el desalojo no se podría efectuar. Gente que intentaba convencer de que se marcharan a las trabajadoras de la limpieza, gente bloqueando con su cuerpo la movilidad de los vehículos, gente que les pinchaba las ruedas. No era necesario hablarlo entre todas, sólo con la gente más cercana, sólo había que ayudar a la persona que tenías al lado. Si todas hacíamos algo, lo que creyéramos más efectivo, podríamos parar el desalojo.


Cuando los golpes de porra cayeron sobre nuestros cuerpos muchas no nos volvimos a sentar, pero al ver que otras todavía aguantaban no pudimos dejarlas solas. Gente en el suelo era golpeada mientras gente de pie intentábamos desbordar los cordones policiales. Hubo empujones, puñetazos y patadas contra la policía, ya fuera para recuperar el control de la zona, para liberar a las que eran golpeadas o para devolver un poco de la violencia que estábamos recibiendo. Tal mezcla de gente y de formas de hacer volvió loca a la policía ya que no sabía si la persona que le corría por detrás le atacaría, huía o quería volver a sentarse e impedir el paso de los camiones.


Una vez que las peloteras acabaron de hacer el trabajo que los golpes de porra no podían hacer, un gentío rodeó la plaza. Unos cuantos mossos intentaban con impotencia evitar que la gente entrara. En algunos lugares de este asalto la gente retrocedía ante la amenaza de carga, en otras las amenazas eran respuestas con intentos de avalancha o con empujones.
Finalmente, cuando se dieron las órdenes de desmontar el dispositivo, miles de personas volvimos a la plaza. Pero muchas no estábamos contentas con que la policía se fuera, la queríamos echar nosotras. Carreras, más empujones, más golpes, lanzamiento de botellas, garrafas y alguna piedra. Algunos mossos se vieron rodeados y alguno de ellos perdió la porra. Pese al intento de algunas fundamentalistas del pacifismo para que la gente no saliera de la plaza, muchas «acompañamos» a los mossos hasta la plaza Urquinaona, desde donde finalmente se marcharon.


Hay una cierta tendencia que quiere esconder que, a pesar del pacifismo acrítico del 15M, ese día fue la suma de las diferentes tácticas lo que hizo desbordar a la policía. Y si esto sucedió así fue porque no se nos ocurrió en ningún momento hacer una asamblea «para decidir entre todas qué queremos hacer», simplemente lo hicimos. Si nos hubiéramos parado a decidir una línea común de acción no se habrían pinchado las ruedas de los camiones, no habría habido ningún intento de defendernos de la policía ni de echarlos a pesar de que éramos muchas más que ellos. No, si hubiéramos hecho una asamblea lo único seguro es que hubieran desalojado la acampada mientras nosotras estábamos hablando.

20N, victoria popular

El 20 de noviembre del 2011, con la victoria del Partido Popular, plaza Catalunya volvió a erigirse como centro o altavoz de la protesta contra el capitalismo, los recortes y el retorno de los neocons españoles al poder político. Pero un encuentro que muchas habían imaginado multitudinario se convirtió en una cacerolada más bien poco masiva. Ante esta afluencia de gente, evidentemente, empezaron a circular varias ideas por la plaza. Algunas seguro que venían de su casa con las intenciones bien afiladas y otras charlando en pequeños grupos hablaban de sumarse a una u otra propuesta. Lo que sucedió al final fue el desmoronamiento de los ánimos gracias a una asamblea que mató las ganas y la visceralidad de un momento como aquél. Sentadas escuchando los argumentos o las ideas de quien se atrevía a salir a hablar en público sobre qué teníamos que hacer acabaron hundiendo o despotencializando las posibilidades que se adivinaban: ir al hotel Majestic donde CiU festejaba los resultados electorales, ir al World Trade Center donde el PP celebraba su triunfo, ir a apoyar el edificio ocupado 15-O, entre otras propuestas.


Un momento para la solidaridad o el odio se acabó convirtiendo en un ritual racionalizador que hizo que marchara mucha gente a casa mientras las diferentes opciones que surgían acabaron desinflándose, sin rabia, sin ánimos, haciendo lo que tocaba hacer, en un marco de la protesta pautado. Parece que estamos integrando que el consenso derivado de un asamblearismo centralista es la única manera de actuar, que el resto de expresiones deben desautorizarlo o deben vivirse aisladamente, en solitario, sin que exista la posibilidad de contagio. Pero además debemos decir que nuestro disgusto de aquel día también viene dado por nuestros propios límites que nos impiden tirar adelante una propuesta contra viento y marea. Si hubiéramos venido más preparadas con propuestas concretas y pancartas, decididas a marchar hasta la sede de las vencedoras, habríamos podido aprovechar este momento y llegar a quien quisiéramos sin necesidad de asamblea. Quizás es nuestro miedo a ofrecer propuestas claras o nuestra confianza ciega en el espontaneísmo la que hace que, a veces, nos unamos en una expectación crítica pero ineficaz.

1 Plataforma Unitària en Defensa de la Universitat Pública.

2 «Vamos, vamos, vamos a Plaza España!»