TC

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Contra la derrota

Adoptando términos que no nos pertenecen; aportaciones para una superación de la democracia
No dar el brazo a torcer; la violencia como herramienta politica
29S el pacifismo en huelga

La lógica del enfrentamiento; el error de reproducir aquello que tanto odiamos

De fascismos

NO DAR EL BRAZO A TORCER;

la violencia como herramienta politica

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Bajo el peso de sus palabras

Violencia, palabra maldita, como tantas otras. Palabras desgastadas, violadas, robadas. Paz, libertad, justicia, terrorismo, igualdad, etc. Violencia, como arma cargada al servicio del Poder y a las órdenes de una comunicación que no comunica, que impone. Violencia, como definición de toda práctica y acción de las que se encuentran fuera, de las que no se circunscriben dentro de este pantano llamado democracia.

¿Cómo podría ser si no? ¿La violencia algo propio de un Estado moderno, avanzado y científicamente desarrollado?

Como buen producto de la lógica mercantil que es, esta sociedad se construye simbólicamente a través de sus instituciones de marketing y sus aparatos de propaganda alrededor de lo bueno y lo positivo, fagocitando todo discurso y práctica que en algún momento pudiera haberla puesto en cuestión. Así es como esta sociedad existe por la paz, contra la guerra y la violencia, por la libertad, por la ecología, por la educación, construyéndose discursivamente alrededor de los valores que han impregnado el humanismo y los Estados modernos.

Se nos pretende convencer de que la violencia ya no es propia de las democracias avanzadas, que es algo primitivo, del pasado, de seres irracionales; siempre de la otra. Y así se sumerge esta sociedad en una esquizofrenia absoluta, producida por la dicotomía con la que se presenta el problema de la violencia. Por una parte, está la sociedad que se nos muestra como el intento infinito de ausencia de conflicto, de fuerza, valiéndose de la resolución de los problemas públicos con los mecanismos óptimos de negociación y diálogo. Por la otra, la paranoia securitaria nos avasalla con miles de crímenes y con un estado de profundo e inmenso malestar que estalla con las peores de las violencias: de género, en el fútbol, de las mafias, en la prostitución; crímenes horribles, violaciones, maltratos, terrorismo; y de fondo, dominándolo todo, la catástrofe, la miseria y la guerra de las que viven fuera de nuestro paraíso, para que no hagamos comparaciones odiosas. Ante esto, no queda otra solución que la de controlar, vigilar, regular, dominar una sociedad supuestamente pacificada, cívica, ordenada; y en ciertas circunstancias recurrir a la desagradable elección de usar la violencia para restablecer la paz y el orden, para que todo vuelva a su cauce, a la tan preciada normalidad.

Se nos presentan dos mundos: el del bien y el del mal; el de ellas y el de nosotras; el de la gente integrada que participa con su abnegado consentimiento y el de las excluidas que se revuelven en el lodazal de la delincuencia o la marginación. Quienes en un momento dado pueden hacer tambalear esta paz de castillo de cartas, sostenida con el miedo y la sumisión.

Éstos son los mitos sobre los que se construye nuestra sociedad en relación a la violencia. Tantos siglos de violencia explícita, reconocida y defendida por todas, con poquísimas excepciones, produjeron un cambio en las palabras del Poder. A nuestras espaldas quedan difuminadas las batallas de la guerra de clases, los combates que cambiaron poco a poco el discurso; gente que se había levantado precisamente contra la violencia organizada del Estado y el Capital bien merecía una respuesta, y no sólo física sino también en la construcción del lenguaje y los símbolos del Poder.

Y aquí nos encontramos las que nos declaramos enemigas de esta sociedad, teniendo que soportar esta inmensa carga, con la ardua tarea de crear y generar discursos que puedan superar todo este orden simbólico que domina la sociedad. Ya que ahora quien usa la violencia está contra la democracia, lícita, legítima, y eso nos pone en la tesitura de tener que elegir entre dos opciones complementarias y bien definidas: por un lado, alabar el terrorismo y escupir al mundo, por el otro, juzgarlo severamente y asumir la moral del pacifismo.

Desnudando el concepto de violencia

La violencia suave del exterminio es aquella que consensúa, pacifica, neutraliza, controla con la finalidad de determinar una situación no violenta, mucho más espectacular y aparente que real, que permite existir la continuidad de la violencia del sistema sin que se le oponga una violencia antagónica.

La Agonía del Poder.

Jean Baudrillard

 

Del Estado al hombre es orden, del hombre al Estado violencia, esta paz huele mal.

La Polla Records


Para poder hablar de violencia necesitamos primero entender el marco en el que desarrollamos la discusión. Más allá de lo que nos sugieran las ideologías, debemos ver el modo en el que se desarrolla la sociedad democrática occidental. La violencia explícita, física, es para la sociedad menos visible por los contextos pacificados que vivimos. En cambio, para distintos sectores sociales que no han abandonado las prácticas de ilegalidad el sistema reprime duramente, no siendo así con el entorno político que goza del margen de maniobra que le otorga la legalidad. Los sectores sometidos a una violencia abierta son pocos y dilatados en el tiempo. La tortura sistemática-metodológica existe más bien contra las inmigrantes y las presas que contra las demás capas de la sociedad. La violencia estatal golpea mucho más a la delincuencia que a las antagonistas. Eso no quita que se recurra al escarmiento contra los sectores que persisten en una política de combatividad.

Y sumada a esta violencia explícita, la violencia estructural persiste, a ella nos remitimos. La esclavitud asalariada como única manera de supervivencia no es una mera coacción. La dependencia al salario nos convierte en seres vulnerables a la economía; la imposición del lugar, ritmos y horarios de trabajo nos condicionan hasta el punto de hacer girar por completo nuestra vida en torno a él; la productividad mira con indiferencia el goteo continuo de accidentes y la siniestralidad laboral. La mayor pobreza y miseria continúa siendo endémica en ciertos barrios y gentes; el ascenso social es una ilusión angustiante que genera impotencia y frustración; los estatus sociales estigmatizan insultando e humillando. La lógica del beneficio no entiende de moral, no tiene resentimientos ni mala consciencia. Es así como la violencia más descarnada se reproduce reestructurando los barrios, barriendo de golpe el tejido social, las relaciones y las costumbres, condenando a la marginación y la pobreza a sus exiliadas. La pérdida de comunidad, fraternidad y hermandad, así como las individualistas, falsas y superficiales relaciones sociales que vivimos conllevan que, para muchas, la vida sea una auténtica tortura, un sufrimiento que se manifiesta en un sinfín de malestares psíquicos que sólo encuentran salida en la medicalización, las autolesiones o el suicidio.

De la misma manera, los privilegios del mundo heteronormativo y masculino, enraizados en nuestras relaciones, se esconden tras la aparente igualdad de oportunidades y trato para seguir persistiendo en la sutil –y a menudo no tanto– violencia del patriarcado.

Esta violencia estructural menos explícita esconde la evidencia del conflicto, permite la continuidad del sistema de dominación sin que las desfavorecidas vean y concreten a sus enemigas, acusando a otras de sus males, refugiándose en la comodidad de los discursos que dictan los medios de comunicación. En lo laboral, lo que en la economía de la modernidad permitía definir claramente, sin tapujos, como clases sociales, la actual descentralización de la industria y terciarización de la economía que han conllevado autónomos, multitud de pequeños negocios, profesionales liberales, etc. permite que esta violencia económica no tenga una responsable clara, una definición concreta, como bien lo podía tener años atrás, sino que se diluye en el magma de lo personal. La culpa ahora es mía, de la de al lado, de las chinas, de esta jefa o aquella empresa, pero no del capitalismo.

La mentalidad del progreso da argumentos a toda reestructuración urbana y metropolización de lo rural, no importa cuales sean sus consecuencias. Es así que nos venden que el barrio del Carmelo1 es un sitio aislado donde viven muchas abuelas, donde se necesita una parada metro. ¿Qué importan los bloques que van al suelo, las vecinas desplazadas y la consecuente revalorización del barrio que echará realmente a muchas de ellas? El progreso no es un discurso, no es una propuesta, no es una discusión, es un hecho.

Nos dicen que la tortura evidente del dolor psíquico de muchas no es un problema estructural. No es la manifestación clara de una vida nociva, sino un problema personal. Aunque todas estemos medicadas o vayamos a psiquiatras y psicólogas, es mi problema, el tuyo, el suyo, pero nunca el nuestro.

Por lo que al sistema patriarcal se refiere, el espejismo de igualdad que la «liberación de la mujer» ofreció permite que la violencia se desdibuje en gestos, actitudes, maneras de hacer y vivir, de relacionarse y de maltratarse. Así se normaliza y se asienta en los pilares de esta cultura, una vez más, la violencia sexista, haciéndonos sentir que no hay nada más de que quejarse aunque todo siga oliendo a dominación masculina.

Y más allá de nuestros barrios y ciudades, a nivel macroestructural, la violencia se despliega, por fin, en todo su esplendor. La lógica del beneficio capitalista, que exige la dominación de los recursos y del mercado, se asienta en el mayor uso de la fuerza. Existe la guerra como negocio y la guerra como control geoestratégico y económico.

El capitalismo se fundamenta, por lo tanto, en la violencia más profunda. Allí donde exista la servidumbre reinará la serenidad y donde exista una resistencia a sus intereses aplicará la fuerza y si la cosa persiste, la guerra. Lo más brillante es haber conseguido pacificar esta sociedad, consiguiendo evitar una respuesta social a los agravios que sufre la población. No somos ingenuas, las conquistas laborales y la mayor capacidad de consumo han sido motores importantes para este proceso, pero la idiotización generalizada y la sumisión a la democracia han operado en otros campos. Puede que las conquistas laborales fueran el Caballo de Troya para penetrar en la mente de la gente pero, una vez allí, han sido las puertas abiertas a la televisión y otros medios de comunicación las que han dilapidado cualquier comportamiento crítico. Del mismo modo, en nada ayudan la falta de horizontes o alternativas en los que poder afianzarse. La ideologización de la población ha sido casi perfecta, y la respuesta o, más bien, la ausencia de ella a la presente crisis económica nos demuestra claramente este hecho.

El Poder es hegemónico, aplasta la realidad de cada una y se manifiesta en nuestras vidas para dictar las órdenes que debemos acatar. A través de los medios de comunicación nos imponen las verdades aceptadas, las verdades que más tarde serán aceptadas como únicas y universales. Y a través de la cotidianidad el consenso social se consolida. Ellas son la voz reconocida por todas y así son la moral, los códigos que seguimos. Es por ello que podemos entender y sentir comportamientos y armas de quienes suelen utilizar la violencia como pacíficas y, en cambio, las reacciones frente a su hegemonía como violencia.

A pesar de toda esta violencia estructural, en un estado de esquizofrenia absoluta, celebramos una fiesta en nombre de la tan denostada libertad a cada paso que se agudiza el lodazal de dispositivos de control de esta sociedad. Mientras el orden se reestructura, leyes y reglamentaciones nos imponen normas y deberes, regulando cada vez más nuestras vidas. A parte de este aparato legal y de contención psicológica, las cárceles, los ejércitos, las policías y la seguridad privada se multiplican en número y complejidad.

Pese a que el grado de violencia represiva mantiene relación con el de la conflictividad social, este incremento y diversificación del control de la sociedad –las reformas y endurecimiento de leyes y penas, la multiplicación de infraestructuras y técnicas a disposición de la represión, el aumento de efectivos– es también la lógica del dominio.

El problema reside en las maneras con las que nos oponemos a toda esta violencia.

Típicos y tópicos; juicios y prejuicios; alarde y desprecio de la violencia

La acción política se desarrolla en Barcelona por distintos grupos y personas. Existen diferentes maneras de entender la política, existen diferentes culturas e ideologías. Las ideas y acciones de estos grupos difícilmente seguirán los rígidos esquemas de las posturas que queremos criticar. Pero lo cierto es que con estos ejemplos mostramos muchos comportamientos que se dan en la práctica y de los que nosotras tampoco estamos exentas.

Por un lado, tenemos el pacifismo que ve el recurso a la violencia como una derrota moral o bien como la demostración impotente de la poca conciencia de las masas. Por otro lado, existe la concepción del pacifismo táctico, en este caso la violencia es la herramienta que guardan bajo las sábanas y sacarán a relucir el día en que las masas se alcen. De manera complementaria también hay quienes defienden la pluralidad de tácticas para después no saber salir de aquéllas violentas. Finalmente están las que creen que la acción política sólo puede vehicularse a través de la violencia, confundiendo el enfrentamiento y el conflicto con ella. La violencia está estigmatizada.

Nos interesa discutir sobre la acción violenta, queremos reflexionar sobre las prácticas reales y sobre los fantasmas que despierta para evidenciar y despojarle de las mentiras e ilusiones que permiten este estigma.

Pacifismo

El pacifismo2 se basa en diversos argumentos y razones. Aquí señalaremos sólo los argumentos más filosóficos, ya que sus razones estratégicas coinciden, a grandes rasgos, con las ideas del pacifismo táctico.

Las razones morales hunden sus fundamentos en la difícil dicotomía del bien y el mal. Básicamente, se resume en la imposibilidad de enfrentarnos a la sociedad presente actuando en desacuerdo con la idea moral de nuestra sociedad futura. Si señalamos ciertas formas de hacer como malas acciones, moralmente hablando, recurrir a ellas sería convertirse en nuestras enemigas. De la misma manera que sería ilógico luchar por un mundo sin autoridad y jerarquías con un ejército, lo es usar la violencia por un mundo donde el funcionamiento de la vida en sociedad se fundamentaría en la horizontalidad, el apoyo mutuo, el respeto y la fraternidad en lugar de la coacción, el chantaje y la fuerza.

En este sentido, las pacifistas creen que oponerse a la violencia del Estado mediante otra violencia no permite salirse de la lógica en la que nos encierra el mundo basado en la dominación. Reproducimos, en cierto modo, la lógica del autoritarismo, anteponiendo los fines a los medios, lo que nos lleva –inevitablemente– a convertirnos en seres capaces de hacer a otras lo que padecemos nosotras día a día. Todas aquellas acciones que conducen a hacer sufrir y extender el daño a otras personas son malas. Las justificaciones al uso del daño necesario para evitar otro mayor son inaceptables ya que siempre existen formas de lucha alternativas a la violenta. Por ello, las pacifistas nos dicen que es necesario oponerse a la violencia sistémica con nuestras propias formas de resistencia, siempre acordes a nuestras ideas. Dicen que hay que buscar formas pacíficas de enfrentarnos para realmente revolucionar la sociedad.

Con esta postura, esencialmente, creen que la progresiva educación de la gente es la herramienta que permitirá sacudirnos del permanente estado de pasividad y obediencia. Así pues, la propaganda y la difusión de nuestras ideas toman el papel central para llegar a la organización social que permitirá la emancipación mediante la insumisión política y económica. Mediante la persuasión racional y el contraste práctico de las diferentes ideas se llegaría al convencimiento –si es que tenemos razón– de la población. Y mediante una tenacidad inquebrantable, pacífica, las autoridades no tendrían otro remedio que ceder a la voluntad de las masas.

Todas entendemos que las formas de actuar violentas, aquellas que imponen unas relaciones sociales y personales en las que las violentadas no tienen la posibilidad de elegir, incluso resistirse a ellas, son abominables. Vulneran el principio de libertad que debería fundamentar y regir la vida de todas. Pero también es cierto que dentro de lo que se denomina violento caben muchas maneras de actuar y no todas expresan el mismo contenido y, por lo tanto, no son autoritarias ni opresivas de la misma manera.

A diferencia de lo que piensan las pacifistas creemos que el uso de la fuerza es inseparable de la vida. No decimos esto alegremente. La naturaleza es armoniosa, equilibrada, etc. pero también en ella se expresan las duras condiciones de supervivencia y las relaciones que de ella se derivan entre los diferentes seres vivos. Esto se reproduce en inevitables choques de intereses que se manifiestan en múltiples conflictos: cadena alimentaria sobretodo, pero también control del territorio y sus recursos3. No creemos que ninguna sociedad pueda existir sin conflictos –de hecho ni lo pensamos ni lo queremos– ni tampoco que se pueda construir un mundo con ausencia de fuerza. Sí creemos que se pueden crear los presupuestos para que una sociedad tenga el máximo de mecanismos para disminuir la violencia como mediadora de los conflictos y que existe el modo de hacer de ella lo más acorde con el principio de vivir basado en la máxima expresión de libertad. Pero no soñamos con paraísos perfectos. Esto explica mejor cómo para nosotras ciertas formas de violencia no están reñidas con nuestros códigos morales. Nunca nadie debería dejarse pisar, ni en ésta ni en ninguna sociedad, y si para ello tiene que recurrir a la violencia esto nunca será una contradicción moral. Tal vez, lo que sí que expresa el uso de la violencia son los límites de la propia fuerza colectiva y organizativa, que nos obliga a usar métodos que serían innecesarios si fuésemos muchísimas más. La cuestión es definir claramente cuáles son los propios límites, las ideas que compartimos y que dan los principios éticos a la hora de actuar.

Como las pacifistas, consideramos que el cambio más profundo necesita darse ante todo en nuestras mentes, educadas y condicionadas como estamos por haber crecido en este mundo que, día a día, se fortalece y nos impide pensar en otras formas de organizar la vida. La propaganda, la información, no son, sin embargo, la manera para modificar la conciencia que tenemos del mundo. Si bien es cierto que la difusión de nuestras ideas es, como siempre lo ha sido, de lo más necesaria, la práctica de la revuelta, las formas de lucha organizadas, son las que tienen un efecto más profundo en hacer entender los mecanismos que operan en la realidad. Se puede padecer este mundo leyendo la propia miseria día a día en una octavilla, pero cuando se toma conciencia de la propia fuerza, cuando se participa en tomas de decisión colectivas, de la autoafirmación como grupo, de la certeza de una identidad que pelea por sus propias necesidades, se abre ante nuestros ojos la propia potencialidad: lo que somos, lo que queremos y lo que podemos llegar a ser. Este hecho se dará siempre como oposición, como pelea, como guerra contra lo que nos impide ser. Cuando se abre la brecha de la confrontación, cuando se hace con la tenacidad de la que quiere vencer, de la que cree en los propios proyectos, la cuerda se tensa hasta que el choque violento es inevitable. Pensar que queremos afrontar esta realidad desde el rechazo absoluto al empleo de nuestra fuerza nos parece poco realista.

En este sentido, el código y comportamiento inflexible del pacifismo sólo puede entenderse como una forma religiosa de vivir la política, poco ligada a los asuntos terrenales y más dispuesta a pernoctar en el fantástico mundo de las ideas. Sin entrar en demagogias baratas, la historia nos ha mostrado como el pacifismo nada puede hacer cuando se enfrenta a un orden totalmente violento, como el nacionalsocialismo o el estalinismo. También ciertas luchas como el antifascismo nos demuestran que si no somos capaces de defendernos físicamente tendremos que recurrir a la policía a riesgo de males mayores.

En una sociedad como la nuestra, el uso exclusivo de la denuncia pública se muestra impotente. No es verdad que haya que aguardar siempre en espera de ser suficientes, es que para llegar a ser suficientes hay que ponerse a luchar sin esperar. No es cierto que haya que limitarse a la denuncia y el activismo que rechaza el enfrentamiento sino que con el enfrentamiento afirmamos nuestra identidad y comunicamos quiénes somos y cómo actuamos frente a lo que luchamos.

Pacifismo táctico

El pacifismo táctico se fundamenta en el análisis de las condiciones objetivas y subjetivas de la realidad. Según su punto de vista, la mayoría de la gente no es contraria al sistema, sino que cree que vive en una sociedad donde las libertades son ampliamente respetadas y existe una justicia que no funciona tan mal. Esto sitúa a la gente que lucha contra el sistema en una minoría que tiene que lidiar no sólo con el Estado sino también con la pasividad u obediencia de sus semejantes. Este hecho hace que la lucha tenga que ir contra el sistema y al mismo tiempo causar empatía a la demás gente para que comprendan y se unan a la lucha. En este sentido, el pacifismo táctico cree que la gente se identifica más con las luchas no violentas ya que la oposición violenta es incomprensible para ellas dada su manera de entender la realidad. La violencia sería la coartada del sistema para restar credibilidad a las antagónicas, legitimar la violencia estatal y afianzar el orden.

Según estas consideraciones la resistencia pasiva y la desobediencia pacífica tienen más capacidad de hacerse entender y, a su vez, de visibilizar la realidad política y social. Siguiendo esta lógica, la violencia del sistema contra gente pacifica debería generar en las ciudadanas4 la contradicción entre el pensamiento que tienen sobre la sociedad democrática y su realidad práctica.

Además de estas consideraciones, se sabe que la capacidad del Estado de usar la violencia es tan superior a la nuestra que la lucha violenta contra él no tiene ninguna esperanza. Y esto, por no citar los distintos episodios revolucionarios que han dejado claro que tanto a la extrema derecha como al Estado los actos de violencia les pueden convenir5.

Ante estas afirmaciones, nosotras pensamos que las contradicciones que expresa la democracia difícilmente serán motivo de reacción de la gente sólo porque vean o padezcan una injusticia. Si existe una respuesta organizada será necesario que tomen conciencia de la situación que generan estas injusticias, es decir, cuando se vea no sólo el problema sino también su origen histórico y la capacidad propia de cambiarlo. La calle o la misma televisión –a pesar de los disfraces– nos acaba mostrando situaciones terribles de injusticia. Pero nuestra experiencia nos demuestra que la cotidianidad nos pesa de tal manera que acostumbra a impedirnos la oposición a eso que tanto nos indigna. La reacción contra la guerra de Iraq es un ejemplo claro de como un día pueden salir un millón de personas a la calle y, al día siguiente, volver al trabajo, y que la economía –gasolineras, puertos comerciales, empresas y sus productos, etcétera–, siendo la causa principal de la guerra, no quede afectada en lo más mínimo. Además, ponemos en duda la empatía de la «población» con la actividad política no-violenta, con esa solidaridad con las que sufren la violencia democrática sin que su actividad dé razones para ello. Es cierto que ciertas formas de violencia provocan un rechazo claro en muchas personas, lo que no lo es tanto es que éstas rechacen cualquier uso de la fuerza. Constatar que la sociedad condena la acción violenta y no la desobediencia pacífica creemos que es debido más bien a asumir el discurso de los medios de comunicación que de una opinión contrastada a pie de calle. Las estadísticas y los titulares periodísticos existen para afianzar la opinión expresada desde el Poder. Y ya que muchas veces se habla de la incapacidad comunicativa que generan nuestras acciones lanzamos la siguiente pregunta: a las currelas ¿qué les incomodan más? ¿levantarse una mañana y encontrarse con los cajeros y las inmobiliarias de su calle con los cristales rotos? o ¿el corte de calle que demora su llegada al trabajo? A veces las acciones deben ceñirse al qué pensaran pero en otros muchos casos podemos tener objetivos diferentes.

En cuanto al hecho de facilitar que se genere una opinión contra nosotras, debemos asumir que el Poder siempre intentará extender cualquier imagen que nos perjudique, ya sea tachándonos de terroristas fanáticas, de utópicas románticas, de simpáticas descontentas preocupadas por las niñas chinas o de ecologistas que quieren salvar a los pingüinos. Nada de esto nos favorece en ningún sentido. Nada de esto provoca un acercamiento de las vecinas en las condiciones que nos interesa. Y eso no significa que nos dé igual lo que digan y que no tengamos que usar los mecanismos adecuados para decir nosotras qué queremos.

Como las pacifistas, pensamos que las que confunden la guerra social con el enfrentamiento militar se equivocan totalmente. Por supuesto que esto no se trata de un simulacro militar, de dos ejércitos enfrentados, y nunca se tratará de eso, y en tal caso obviamente la guerra estaría más que perdida. Si fuera así, gran parte de la sociedad se quedaría a un lado mirando la contienda como meras espectadoras. Pero ante esa crítica, asumimos que la violencia no es tan sólo el disturbio o el sabotaje, es aquello que comunica. «Cuando uno de sus mayores logros y triunfos es expresar precisamente esa falta de enfrentamiento, ese consentimiento implícito en el actuar cotidiano, evidenciar el conflicto, expresar el descontento niega una de las premisas de la democracia, que es ese consentimiento»6. La democracia permite la expresión de las distintas maneras de pensar, permite su existencia a condición de que no altere la normalidad, por lo tanto, un movimiento que no se expresa como enemigo será siempre tolerado. La posibilidad del actuar violento nos da una identidad que sobrepasa los límites con los que nos tolera la democracia. El daño infligido a la propiedad, a la mercancía no es tan sólo un opción táctica del enfrentamiento, sino que nos declara enemigas y no meras opositoras políticas.

Así, aunque otras veces, como audaces estrategas, somos capaces de ver las tramas detrás de distintos episodios de violencia parece que no somos igualmente capaces de visualizar la capacidad estratégica que tiene para el Poder sus ansias de negociación y diálogo. La democracia vive del consenso, promueve el entendimiento –de hecho esa es su premisa fundamental– y la paz social es su estrategia. Uno de los factores clave del actual sistema democrático es el consenso y éste se articula con la negación del conflicto, con el «aquí no pasa nada y si pasa que no altere la normalidad». El sistema ofrece centenares de maneras para que el malestar social se canalice en diversas propuestas y voluntades, la condición es siempre la misma: que nada cambie. Es decir, el Estado puede llegar a utilizar tanto la violencia y la guerra como el diálogo y la paz para afianzar el orden.

Es la profundización y extensión de la lucha lo que conlleva represión. Esto es algo que cualquier movimiento que se tome en serio debería asumir. Cualquiera que altere e intente destruir las relaciones sociales existentes poniendo en peligro el actual sistema político, social y económico sufrirá represión. Una vez asumido esto, para no facilitarle su tarea ofensiva, represiva o de afianzamiento del orden, es extremadamente necesario observar cuál es la estrategia del Poder, cuáles son sus pasos. Si su propaganda nos está pidiendo a gritos que hagamos un disturbio para afianzar una campaña contra algún colectivo, no hace falta servirles en bandeja su titular. Pero tampoco podemos achicarnos pensando que nada escapa a su control y ante eso un sabotaje nos devuelve el coraje que nos quitan día a día. Con la violencia sabemos que las consecuencias pueden llegar a ser dramáticas pero entendemos que es una necesidad para romper el inmovilismo de la paz social en el que nos encierra el Estado. La represión es inherente al conflicto y achacar una violencia estatal a una violencia antagónica es una visión demasiado superficial para entender la dinámica represiva. Lo importante es que cada una de nosotras hagamos lo que seamos capaces de asumir, esa es nuestra responsabilidad para evitar que se quiebre nuestra entereza y fuerza colectiva en murmullos, rumores y dinámicas autodestructivas.

Mitificación de la violencia

Como supuesto contrario al pacifismo tenemos el planteamiento que defiende la acción violenta como la más radical de las prácticas. Este enfoque se asienta en una serie de confusiones de base. Aunque pensemos que el uso de la violencia es necesario para lograr un proceso revolucionario, por sí mismo es insuficiente si no viene complementado con otras tácticas.

A la hora de actuar escogemos entre diferentes medios para conseguir nuestros objetivos. Que no queramos separar los medios de los fines no significa que no debamos diferenciarlos sino que no queremos usar medios que se contradigan con los valores y prácticas que queremos conseguir con nuestros fines. Siguiendo esta lógica, el no formar partidos políticos o sindicatos, por ejemplo, no viene por la creencia de que sean unos vendidos o de que no puedan hacer nada en un contexto como el actual sino porque reproducen en su funcionamiento el tipo de sociedad que queremos combatir, a saber, la separación entre gente activa/pasiva, dirigentes/dirigidas, etcétera.

Cuando confundimos las tácticas con los objetivos, los medios con los fines, se acaban dando situaciones en las que el simple uso de la violencia o la propia práctica de la ilegalidad son un bien en sí mismo independientemente del motivo, del contexto, de quién la ejerza y contra qué o quién. De esta manera, se acaban valorando de igual manera unos disturbios en una manifestación, una bomba de ETA, la quema de coches en un suburbio francés o las algaradas futboleras. Y es que, aunque parte de razón tenga este tipo de posicionamientos, su flojera intelectual las convierte en un cajón de sastre que puede acabar justificando cualquier burrada.

Entendemos que en los medios que utilizamos estamos dando una información sobre lo que queremos o no queremos, es decir, sobre los objetivos a los que aspiramos. Así, por ejemplo, la carga simbólica de un disturbio callejero puede sobrepasar a lo que podemos llegar a transmitir en un sabotaje nocturno. Igualmente, la mera irrupción violenta, sea de la forma que sea, demuestra que la supuesta paz social no existe. Da igual la forma, da igual el porqué: una explosión en un vagón de metro, apedrear a la policía, peleas al salir de la discoteca, quemas de cajeros, suicidios; hay algo que no funciona en la sociedad cuando no todo es tan bonito como se pinta. Aunque esto sea cierto, por sí sólo no nos vale. Ya que, a su vez, puede ser contraproducente con otros objetivos que también estemos buscando en ese momento.

Aquí es donde vemos uno de los mayores problemas que tenemos en nuestras prácticas. Cada actividad que hacemos, cada acción que realizamos puede pretender alcanzar diferentes objetivos, e incluso pueden ser parcialmente contradictorios entre ellos. A su vez, pueden partir de necesidades a corto plazo o alargarse en el tiempo. El tener esto en cuenta y poder establecer un equilibrio entre medios y fines es lo que determina, en gran parte, nuestro avance como potencial movimiento.

Así pues, vemos que aunque la utilización de medios violentos muestren una ruptura con el consenso existente, según qué otros objetivos tengamos, este actuar puede ser contradictorio o incluso contraproducente.

Con esta confusión fundamental, nos encontramos también aquélla que plantea que cuanto más destructiva, en términos materiales, sea una acción, más radical será. Pero volvemos a equivocarnos si creemos que por querer destruir esta sociedad basta con destruir su parte física. La revolución debe entenderse de manera social no militar, ya que contra lo que combatimos es contra una forma concreta de relaciones sociales y no sólo contra las infraestructuras y personas que las hacen evidentes. Al confundir la parte con el todo hacemos imposible la superación de esta situación, a la vez que corremos el riesgo de caer en una concepción militarista que nos alejaría de nuestros fines hipotecando nuestros medios. Si nuestro actuar se basa en supuestos más individualistas, actuando así degeneraríamos en creer que la guerra social es un ajuste de cuentas entre las diferentes individuas y el Estado-Capital, con la consecuente derrota. Si nuestro actuar fuera más colectivo derivaríamos hacia la lucha armada, entendida ésta como la profesionalización en el uso de la violencia por parte de unas pocas en separación del resto, o peor aún, como su representación.7

Estos dos prejuicios ideológicos marcan los límites de una práctica que podría ser mucha más rica. Es decir, si supuestamente podemos utilizar un gran abanico de tácticas ¿por qué limitarnos sólo a aquéllas que impliquen violencia? ¿no es despreciar parte de nuestro arsenal?

Una práctica automutilada como ésta sólo se puede mantener mediante quimeras ideológicas. La falta de conflictividad real en las calles es sustituida por todo una sucesión de actos de sabotaje. No es que éstos en sí mismos no sean necesarios pero muestran más nuestra impotencia que nuestra potencia. Un ejemplo claro de esto son aquellas cronologías de acciones que hace unos años abundaban en los diferentes fanzines y páginas web. Esta difusión de acciones generaban una falsa idea de fuerza, midiendo el éxito de nuestras luchas en la cantidad de las acciones que se sucedían. Pero no es la cantidad de las acciones lo que determina su radicalidad, será su calidad, es decir, su capacidad de incidir en la base de las relaciones sociales actuales impidiendo su reproducción.

Este pensamiento cuantitativo es muchas veces complementado con el imaginario espectacular de lo destructivo sobre lo eficaz. O lo que es lo mismo, se llega al absurdo en el que en una acción «la técnica no acompaña a la inteligencia sino que la sustituye, y así uno no se para a pensar un momento si el medio se adapta al objetivo que se busca»8.Es decir, queremos romper, quemar o explotar algo y aunque no sabemos el qué, sabemos que esto será más radical que cualquier otra cosa. Dentro de esta lógica se obvia que si se pretende hacer el mayor daño posible no es la potencialidad destructiva de un medio lo que nos interesa sino qué uso inteligente hacemos de ésta. Dicho de otra manera, ¿los mismos daños que suelen producir los artefactos explosivos se podrían hacer a martillazos? ¿qué produce más pérdidas, la carcasa quemada de un cajero o la maquinaria interna del mismo bañada en Coca-Cola?

Lo espectacular de este tipo de acciones choca de lleno con la esencia de la acción directa. Ésta se suele entender como el resolver por una misma los problemas que se le plantean sin delegar en otras personas. Pero también implica que el tipo de acción que hacemos sirva para solucionar directamente un problema. Es decir, si queremos evitar que un grupo de fascistas se manifieste, ocupar físicamente el espacio del mismo recorrido sería una acción directa. Recurrir a que Delegación de Gobierno no legalice la manifestación, evidentemente no. Éste es un ejemplo sencillo, pero muchas veces esto no suele estar tan claro. Cuando se acaba creyendo que «cuanto más violento más radical» también se cree que más obvia será su etiqueta de acción directa. Pero como hemos dicho, si queremos cumplir con las condiciones que se necesitan para que una acción sea definida como tal necesitamos pararnos a pensar. Es decir, si una acción la hacemos nosotras sin intermediarias y tiene una relación directa con el problema, entonces es una acción directa. Pero si algunas de estas condiciones no se cumple, normalmente la segunda, estaremos hablando de acción indirecta. No nos vamos a detener en aquellas acciones indirectas producidas por la mediación de terceras, pues es más fácil que se vea la crítica a éstas, sobretodo si nos estamos refiriendo a la gente que apostamos por la autoorganización. Lo que nos interesa, sobretodo, es hablar de aquellas acciones indirectas que suelen ser confundidas por directas debido a la violencia que se haya podido utilizar.

Una acción no puede ser evaluada en abstracto. Como hemos comentado antes toda práctica lleva implícitamente una información sobre sus posibles causas y sus posibles objetivos, pero debido a la complejidad de la sociedad, y sobretodo si queremos superarla, este tipo de análisis simples no nos sirven. Creemos que hay que ver cada acción en su contexto y una vez ahí ponernos a hablar. En esta línea, y siguiendo con la argumentación previa, valorar si una rotura de cristales, el atacar a la policía, o la amenaza a un juez son acciones directas o indirectas no tiene ningún tipo de sentido. A modo de ejemplo vamos a desarrollarlo para poder explicarnos mejor. La acción concreta de romper unos cristales, según el contexto en el que se inscriba, puede ser calificada de directa o de indirecta. En el primer caso, podemos recordar la campaña de apoyo a Sergio L.D. En ésta se pretendía que mediante la presión a las diferentes partes de la acusación particular éstas retirasen la denuncia. Con varias de ellas resultó. En este caso vemos que atacar a estas empresas tenía una relación directa con el objetivo a conseguir.9 En el caso contrario, si pretendemos parar un proyecto urbanístico a base de romperle los cristales a la sede del Distrito que quiere llevarlo a cabo, evidentemente la relación directa no se da y nos encontraríamos con una acción indirecta. Si nos hemos extendido en poder clarificar qué es y qué no una acción directa es por ciertas valoraciones que se dan a la hora de hablar de las acciones. Por un lado porque, como hemos visto, éstas pueden ser acciones indirectas aunque no se definan como tal. Por el otro, porque estas acciones indirectas en realidad son acciones simbólicas. Este término puede resultar un poco molesto pues se tiende a asociar que las acciones simbólicas son reformistas. ¿No será que las diferentes ideologías hace que confundamos la realidad a base de ciertos prejuicios? Las acciones simbólicas no hay que rechazarlas en abstracto, sino que también deben valorarse en su contexto. Una acción simbólica actúa, como su nombre indica, contra un símbolo, es decir, batalla en el mundo de las ideas. Cuando en una manifestación se atacan diferentes lugares, no suele ser tanto el daño a realizar como el hecho de señalar estos lugares, y no a otros, como símbolos del enemigo. Vemos pues, que este tipo de acciones son una forma más de hacer difusión de nuestras ideas. En sí mismas no son acciones a descartar, el problema es que ciertos análisis como el de la mitificación de la violencia acaban dividiendo y jerarquizando nuestras prácticas en función de si se creen que son simbólicas o no.

Finalmente, vemos que toda esta serie de confusiones se articulan de la siguiente manera: una acción violenta es más radical que una que no; aquéllas que sean más destructivas serán más radicales que las que no, con la excepción técnica del explosivo que se priorizará sobre el resto. Lo violento de una acción prima sobre los objetivos a cumplir pues en sí mismo este actuar ya es radical.

En la práctica, este tipo de planteamientos acaban siendo la otra cara de la moneda del pacifismo. La mitificación de la violencia complementa la oposición absoluta por parte de las pacifistas convirtiendo toda posibilidad de acción en una limitada variedad de tácticas que tienen más que ver con los prejuicios propios de estas ideologías que con la voluntad real de conseguir algo. Por tanto, no podemos dejar de insistir en un uso crítico de las distintas tácticas a nuestro alcance, y entre ellas, por supuesto, la violencia.

Violentismo táctico

La mitificación de la violencia de la forma antes descrita no deja de ser una postura extrema que suele darse en pocas ocasiones. En realidad, es la postura que defiende un violentismo táctico la que más abunda en nuestros ambientes. Dentro de aquéllas que ven el uso de la violencia como herramienta legítima y necesaria nos encontramos con las mismas consecuencias que en el pacifismo táctico, a saber, defender la pluralidad de tácticas en la teoría para después justificar el propio estancamiento en la práctica. Son demasiadas veces las que nos encontramos con el mismo cuadro: podemos decir cien veces en voz alta que no hay tácticas superiores a otras, pero luego recurrir en el momento de la acción sólo a aquéllas que conlleven cierta dosis de violencia.

Si hemos querido reflejar esta postura, aunque sea en pocas líneas, es porque no queremos que la gente lea este texto y no reflexione sobre la manera que esta crítica también está dirigida contra nosotras. La mayoría de la gente de nuestro entorno político más cercano adolecemos de falta de originalidad en nuestras acciones. Reproducimos en la práctica una pobre realidad en la que nos vemos, la mayoría de las veces, como profesionales del uso de la violencia. Por un lado, porque dentro de procesos más amplios somos las que vamos a realizar el trabajo sucio. Por el otro, porque no se nos ocurren maneras diferentes de enfrentar la realidad que las ya acostumbradas y violentas antes mencionadas.

Desde el prisma de la estrategia

Como hemos visto, intentar analizar el uso de la violencia como un concepto aislado no tiene ningún sentido. Hablar de cualquier aspecto de nuestra existencia pasa inevitablemente por hablar de aquello con lo que se relaciona. Así nos vemos con la necesidad de plantear la obvia relación entre tácticas y objetivos, la posible contradicción entre éstos o incluso entre los diferentes objetivos que tengamos. Pero hemos visto que también implica hablar de las diferentes maneras de situarnos en nuestro entorno, es decir, cuando decimos «nosotras» ¿a quién nos estamos refiriendo? ¿Qué relación establecemos entre la gente politizada y la no politizada? ¿Qué queremos conseguir con nuestra lucha? ¿Quien realizará la revolución? ¿Hay un «quién»? Pueden parecer preguntas fuera de lugar, pero en función de la manera en las que las respondamos podemos entender bastantes cosas sobre las diferentes maneras de encarar la violencia.

Supongamos que simplemente queremos mejorar la sociedad en la que vivimos y entendemos que, con todas sus pegas, la democracia es el sistema político a defender. Si es así, evidentemente, no cabe utilizar la violencia para nuestro cometido. Es más, como ciudadanas comprometidas necesitamos convencer a nuestras gobernantes para que cambien su mal proceder, sea vía nuestros buenos argumentos sea vía presión pública. Esta presión vendrá también por esa misma concienciación que habremos realizado sobre la opinión pública que, al descubrir las injusticias que hasta entonces desconocían, se posicionarán en nuestra justa causa. Si así es como entendemos el mundo, el pacifismo como ideología y las vías de integración democrática serán nuestro camino. No hace falta decir que nos sentimos muy lejanas de estos planteamientos. No es una cuestión de utilizar tácticas diferentes, sino que la propia manera de analizar la realidad ya hace que estemos luchando por objetivos opuestos. La mejora de nuestra realidad, el pintar de rosa las paredes de nuestra cárcel, es otra forma de perpetuar la agonía que padecemos.

En cambio, si se señala el capitalismo como el eje que marca nuestras relaciones sociales, el patriarcado como la dominación que las atraviesa y el Estado como la estructura que las mantiene, si es de esto de lo que estamos hablando, entonces estamos diciendo lo mismo. Tal vez utilicemos diferentes tácticas según cómo entendamos la manera de enfrentarlo. En este amplio grupo en el que nos incluimos, también creemos que está la mayoría de gente que suele asumir el pacifismo táctico y aquéllas que apuestan por la violencia como la más radical de las acciones. Según la manera que tengamos de pulir los diferentes planteamientos antes criticados, veremos de qué manera podemos unir esfuerzos en una causa común.

Para que esto sea posible, necesitamos pararnos a pensar y dejar de actuar desde la inercia y los presupuestos de las diferentes ideologías. Ver hasta qué punto nuestras prácticas y los discursos que las mantienen son argumentaciones sólidas o justificaciones de frustración e impotencias más profundas.

Debemos analizar aquellas posturas que siempre eluden el actuar violento, que se refugian en un análisis de la coyuntura desfavorable, en el «ahora no es el momento». Son posturas cómodas que no rechazan en sí la violencia, pero la niegan en todos los momentos posibles. La podemos encontrar en todos los ámbitos, en cualquier lugar, desde asambleas o manifestaciones y siempre seguirá, mas o menos, el mismo guión. Es un pacifismo disfrazado, muchas veces inconsciente, construido sobre los miedos y las aprehensiones subjetivas. Porque hablar de violencia es hablar también de emociones, de miedo y de dudas. En el fondo, no es más que un bloqueo que de lo personal salta a lo colectivo.

El trabajo colectivo permite superar esas situaciones, pero siempre partiendo de premisas aceptadas por todas. Hemos de asumir que, en abstracto, tenemos una infinidad de acciones válidas, que ninguna de ellas tiene más fuerza o legitimidad sobre las otras, que desde la racionalidad debemos y podemos adaptar los medios a nuestros objetivos. Dar a la violencia el sitio adecuado, ni más ni menos que a otras prácticas, nos permite sorprender y golpear como no se lo esperan.

En cada momento, en cada lugar, según los objetivos que tengamos, elegiremos los medios adecuados para conseguirlos. Y seguramente será con la combinación de varios, ya que «la Revuelta necesita de todo: diarios y libros, armas y explosivos, reflexiones y blasfemias, venenos, puñales e incendios. El único problema interesante es cómo mezclarlos»10.

Pero a pesar de este alegato al uso inteligente y eficaz de las herramientas que tenemos a nuestro alcance, queremos romper una lanza por del uso de la violencia. Y es que, en esta ciudad que habitamos, cada vez la realidad social está más pacificada. En este proceso de neutralización de la contestación también entramos nosotras, el entorno antiautoritario y anticapitalista. A medida que pasa el tiempo somos conscientes que el límite que marca el carácter de nuestras prácticas es cada vez más estrecho. No es un proceso colectivamente meditado sino, a nuestro parecer, inconscientemente asumido.

Por un lado, tenemos prejuicios al pensar que los métodos violentos siempre serán más radicales que otros. Peor aún, que sólo sabremos utilizar éstos porque son a los que nos hemos acostumbrado y profesionalizado. A un nivel más colectivo cuesta, cada vez más, asumir situaciones y momentos de tensión, haciendo que escojamos evitarlas. Esta huida hacia lo seguro se manifiesta, por ejemplo, en manifestaciones rodeadas, dirigidas o desconvocadas por los mossos en lugar de aquella digna práctica de hace una década en la que cada manifestación que la policía quería controlar era respondida con un sano disturbio.

Uno de los mayores retos de este debate que queremos empezar aquí pone de relieve nuestras propias dinámicas: ¿Somos capaces de abandonar nuestros roles de guerreras? ¿A la mañana estar haciendo teatro en la calle, al mediodía estar ocupando el ayuntamiento con abuelas y a la noche librarnos al saqueo y la destrucción? ¿Somos capaces de no dejarnos encerrar en posturas ideológicas que dictan nuestras estrategias y condicionan nuestras tácticas?

Puede parecer demasiado obvio todo lo hablado, y de hecho a la hora de tejer este texto nos preocupa que nadie se sienta realmente identificada con las críticas. Como dijimos al principio, hemos hecho un esbozo de ciertas posturas que no tienen que asemejarse en su totalidad con la realidad. De hecho, no nos interesa tanto la gente que sí se identifica con las identidades prácticas criticadas sino con todas aquéllas que en la práctica estamos encuadradas en estas posturas aunque no seamos conscientes de ello. Es decir, aquéllas que sin oponernos públicamente a la violencia evitamos su realización en todo momento y lugar; aquéllas que viendo la necesidad de utilizar varias tácticas no sabemos salir del típico sabotaje violento; aquéllas que nos alegramos de las algaradas callejeras siempre que sean en las calles de otra ciudad; aquéllas que dejamos de utilizar la violencia porque creemos que sino no tendremos apoyo popular; aquéllas que aún viéndolo necesario nos sentimos ridículas repartiendo octavillas.

¿Seremos capaces de perderle el miedo a la violencia sin acabar alabándola? ¿Seremos capaces de reflexionar sobre la violencia sin llegar a justificar la impotencia de la pasividad? ¿Seremos capaces de dejar de preguntarnos violencia sí/violencia no para empezar a preguntarnos violencia cuándo y cómo?

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Notes

1 En el año 2005, uno de los túneles de la obra que está construyendo el metro en el barrio se hunde parcialmente. Las consecuencias inmediatas son el desalojo de más de un millar de personas y el derribo de cuatro edificios.

2 El pacifismo como la mayoría de corrientes de pensamiento e ideologías tiene distintas interpretaciones. Y evidentemente no todas se fundamentan en lo que exponemos aquí. No tenemos ninguna intención de hacer un análisis de todas ellas, sencillamente, apuntamos algunas concepciones generales para señalar nuestra posición.

3 No queremos confundir lo que estamos expresando. Cuando hablamos en estos términos, evidentemente estamos pensando en culturas y sociedades mucho más pequeñas y equilibradas con su ecosistema y, por extensión, con toda la Tierra. El asentamiento en un espacio o sus recorridos nómadas modifican el territorio, lo hacen más apto y facilitan recursos para algunas especies y lo dificultan a otras. Esta competencia natural modifica las relaciones entre seres vivos. Cuando estas fluctuaciones no dañan irreversiblemente el medio son parte de distintos estadios de sucesión inherentes de un hábitat equilibrado, ya que éste no es inmóvil sino que está en continua modificación por acción de los agentes naturales (vivos o no).

4 Hablamos de ciudadanas refiriéndonos a aquella gente que se adhiere a la sociedad democrática de forma teórica y la defiende. Sin considerar todas las demás que comulgamos más o menos con ella por la inercia de la cotidianidad.

5 Ciertos casos como los del incendio del Reichtag en la Alemania anterior al nacionalsocialismo, el enfrentamiento armado de Italia de los años setenta o el caso Scala en Barcelona nos pueden ser útiles para ejemplificar como una violencia antagónica puede haber sido promovida o aprovechada por el Estado en razón de una conveniencia estratégica. Normalmente para preparar una escalada represiva o acelerar el nivel de enfrentamiento para el que el antagonismo político no se encuentra preparado.

6 Por la extensión de los disturbios: Manifiesto en favor de la acción directa violenta. Documento elaborado por activistas sociales de Madrid, Euskadi y Argentina. Podéis leerlo en: http://lahaine.org/global/manifiesto.htm

7 La transformación en vanguardia de aquéllas que practican la lucha armada da para un texto aparte, por su extensión y complejidad nos abstenemos de extendernos aquí. La huida hacia delante argumentativa que expone que se lucha por una misma y no en nombre de otras no elimina el hecho que las acciones de cada cual siempre tienen consecuencias colectivas. Que no se respecte o no se tenga en consideración a esa otra gente que pueda afectar no implica que se haya superado el lastre vanguardista.

8 La acción sometida a la crítica. Algunas consideraciones viejas y nuevas sobre anarquistas, revolucionarios y otros. Podéis leerlo en: http://www.editorialklinamen.org/libro-accion.htm

9 Para más información sobre el caso: http://www.klinamen.org/contralatorturapolicial

10 Anónimo, Ai Ferri Corti. Romper con la realidad, sus defensores y sus falsos críticos. Muturreko Burutazioak, Bilbao, 2001.